viernes, 4 de marzo de 2011

MESSI Y RONALDO: ¿EN QUÉ SE PARECEN?


Sabido es que los aficionados al fútbol, de un tiempo a esta parte, se vienen dividiendo en dos categorías: los que piensan que asisten a una lucha heroica, titánica e irrepetible, semana a semana, por el título de mejor jugador del mundo, y los que creemos que la distancia futbolística que media entre Cristiano Ronaldo y Leo Messi es casi tan sideral como la que separa a la Pulga de cualquier otro futbolista. Casi todo es opinable en fútbol –para empezar, qué significa que un jugador sea mejor que otro- doctores tiene la Iglesia, y muchos ríos de tinta se han vertido sobre esta asunto para comenzar ahora otra comparativa pormenorizada de los dos cracks. En su lugar, vamos solamente a comentar algunas circunstancias llamativas a partir de una única premisa: la capacidad para romper los partidos.
Siempre un buen punto de partida para comenzar cualquier análisis es fijarse en la estadística. Cuando Leo Messi se inventó el cabezazo parabólico del sábado que rompió por primera vez la red de Dudu Aouate, consumó la undécima ocasión en que marcaba esta Liga un gol con el Barcelona estando, o bien el marcador en empate, o bien su equipo por debajo -circunstancia que sólo ha sucedido contadas veces en el campeonato-; esto supone casi la mitad de los partidos que ha disputado el club catalán. Si sometemos al mismo análisis a CR7, obtenemos que el portugués sólo ha mojado en tan delicadas circunstancias en cinco ocasiones; casi las mismas que Higuaín, por cierto, de quien ya casi no se acuerda nadie. Un porcentaje inferior a la cuarta parte de los encuentros que ha jugado el Real Madrid.
Normalmente, la diferencia entre jugar contra un rival que va ganando o empatando o contra uno que va perdiendo son bien claras: mientras el contrario mantiene la esperanza, las posiciones se guardan, la presión se multiplica y los jugadores del equipo pequeño mantienen la ilusión de derrotar al grande y ser protagonistas por un día en el mundillo futbolístico; por el contrario, con el marcador en contra, el orden táctico pasa a disminuir, las necesidades ofensivas agrietan lo que anteriormente era una roca, y el futbolista, poco a poco, comienza a notar el peso de la derrota como un fardo que lo entorpece; todo se vuelve cuesta abajo para el grande, que suele acabar resolviendo el partido con mayor o menor facilidad. Esto vale para todas las pequeñas reproducciones futboleras de la lucha entre David y Goliat.
¿Qué especificidades dependen del Madrid y del Barcelona? Es evidente que el juego posicional del Barcelona es bastante mejor que el del Real Madrid, su velocidad de balón es mucho mayor y sus jugadores, uno por uno y salvo alguna excepción, son superiores; a su vez, esto no significar negar el poderío de la vanguardia blanca, que admite pocas comparaciones fuera de España. Sin embargo, ante defensas cerradas ambos equipos (y cualquiera) suelen sufrir bastante, pues los recursos colectivos de los grandes –y muy especialmente del Barça, basta ver sus números- resultan especialmente brillantes y eficaces cuando el rival no está colgado del larguero. Este mismo fin de semana contemplamos el suplicio de ambos frente a rivales bien cerrados, y también la duración de la tortura: todo el partido para los blancos y media hora para el Barcelona. La diferencia, como casi siempre, fue Messi.
Y es que llegada la hora de la verdad, cuando el partido es duro y no hay huecos, se ve la enorme diferencia entre ambos jugadores. Con un Barcelona carente de juego combinativo y sin apenas presencia en el área rival, Leo se presentó primero en el área del Mallorca con un desmarque casi indetectable al primer palo, y marrada esta ocasión, decidió a la segunda con otra penetración vertical, gran control y recurso de delantero puro. Otras veces rompe la defensa con regates desde parado –quizá la suerte más difícil del fútbol- rodeado de contrarios, aparece un segundo en el hueco que nadie esperaba para clavarla, se inventa un disparo automático que siempre va a una esquina, o facilita el tanto a Pedro o a Villa con una asistencia que firmaría un Laudrup cualquiera. El perfecto abrelatas.
En las mismas circunstancias, Cristiano Ronaldo –siempre muy competitivo, hay que reconocérselo- adquiere el monopolio de la pelota, conduce y controla, baila sobre el balón, taconea, la pisa… pero rara es la vez, sin cinco metros por delante, que desborda. Sus piernas son cañones, pero los disparos que salen de ella necesitan una preparación que no suele conceder una defensa bien organizada. No deslumbra por su capacidad combinativa, y tampoco por buscar el desmarque en espacios cortos, por lo que sus opciones en circunstancias adversas se reducen al balón parado, bien como cabeceador, suerte que domina a la perfección, o bien como lanzador de faltas. Buenos recursos, pero quizá insuficientes en el contexto que nos ocupa.
En cambio, no hay jugador más feliz ni dañino que Cristiano cuando el equipo contrario está abierto. Entonces llega el momento del atleta, el bisonte tomando la pradera, la galopada, los dobletes, los hat-trick y lo que se tercie; una caja registradora de goles, que lo pide todo y se lo juega todo. Pero para que llegue ese momento, el del jolgorio, el disfrute y la alegría, alguien tiene que haber roto en mil pedazos el candado; el alguien que no tuvo el Madrid ni en Pamplona, ni en Valencia, ni en Almería, ni en Mallorca. El hombre que marca, también a decenas, los goles que además de engordar estadísticas, valen partidos y títulos. El que hace casi siempre que sus compañeros, todos grandes futbolistas, parezcan todavía mucho mejores de lo que son al enfrentarse a equipos obligados por él a dejarlos jugar y abrir los espacios. La prueba de la gran paradoja de nuestro tiempo, que el equipo más coral que se haya visto dependa tanto de un solo hombre. El mejor jugador del mundo, quizá el mejor que nos quede por ver.

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